RODRIGO BLANCO CALDERON
Tomé el vuelo de Caracas hacia Bogotá con un exceso en el equipaje donde guardaba las expectativas. La emoción de conocer a escritores como Volpi, Neuman o Thays (soy lector infaltable del Moleskine Literario), se mezclaba con los nervios por los eventos en que debía participar y con la propia ilusión que me generaba conocer la capital de Colombia (también conocida como la Capital Mundial del Libro). Iba, también, con el radar de escritores o lecturas raras encendido, dispuesto a captar las ondas particulares de obras por descubrir. La pesquisa arrojó, por ejemplo, el nombre de Tomás González. Un escritor que me recomendaron con fruición. Antonio García Ángel, el entusiasta responsable, llegó incluso a regalarme un ejemplar de una novela de González que le habían devuelto, al fin, después de mucho tiempo. Debo aclarar que no recuerdo el título de la novela en cuestión porque no la tengo en mis manos. Ese libro debe de estar ahora en Cochabamba, en la mesa de noche del boliviano Rodrigo Hasbún, a quien incautamente le pedí que me lo guardara y a quien se me olvidó pedirle que me lo devolviera.
No obstante, el nombre que con misteriosa insistencia escuché fue el de un joven escritor que, a pesar de haber nacido en 1951, de seguro podría haber asistido a Bogotá 39, evento que convocó durante algunos días a 39 escritores menores de 39 años que, según el jurado seleccionador, son representativos de la nueva narrativa latinoamericana. Y digo que de seguro podría haber asistido porque, a pesar de haber nacido hace más de cincuenta años, el escritor que tanto me recomendaron todavía tiene 25 años: la edad en que me dicen que se suicidó, allá por 1977, el joven escritor Andrés Caicedo.
La primera referencia la tuve el mismo día de mi llegada. El miércoles 22 de agosto a las cinco de la tarde, aproximadamente, recibí los ejemplares de la revista Piedepágina donde los autores de Bogotá 39 contaban la historia de la escritura de alguno de sus libros. Allí pude leer un artículo de Alberto Fuguet titulado “¿Es Andrés Caicedo un autor local?”. Título que yo, en el momento, abrevié y cambié por “¿Es Andrés Caicedo un autor?”. La modificación instintiva que hice no hizo, y esto lo comprobé al terminar de leer el artículo, sino darle la razón a Fuguet, quien fustigaba y fugueteaba al mundo editorial contemporáneo por no permitir, precisamente, que la literatura de los diversos países de América Latina circulara sin la mediación de las grandes editoriales de España. Esa noche, durante la cena (¿o habrá sido al día siguiente, durante el desayuno?) Óscar Collazos y John Jairo Junieles completaron con algunos datos bio-bibliográficos la información sobre el escritor: 25 años, joven promesa, pastillas, Que viva la música.
Fue en la Cinemateca distrital, en la tarde-noche del jueves 23, donde volví a escuchar el nombre de Caicedo. Había que hablar sobre “Los escritores que nos formaron” en una mesa que compartí con Carlos Wynter, Rodrigo Hasbún y Antonio García Ángel. La moderadora, Piedad Bonnet, hizo una pregunta interesante, a contracorriente del tema que nos convocaba: ¿Cuál autor, preguntó Piedad, no volverían a leer? Primero hubo un consenso espontáneo: Mario Benedetti. Luego las intervenciones de cada uno. García Ángel pronunció un nombre polémico, para mí recién conocido: Andrés Caicedo. Dijo como que había que leerlo “pero ya basta”, o “ya está bueno”. De modo que en el camino hacia la galería “Café y libro”, donde sería la última actividad de la jornada, y mientras García Ángel me regalaba el libro de Tomás González, pensé que el tal Caicedo sí era un autor de culto, que levantaba pasiones y saturaciones en las generaciones sucesivas de sus lectores.
Durante el mismo trayecto aproveché de preguntar por grupos de música locales. Me hablaron (una de las organizadoras, una de las Catalinas) con tono neutro de un grupo que me sonó a “pasitos” (algo steppers, se llamaba) y con verdadera convicción de una orquesta de salsa que sonaba en todas partes: La 33. No sería sino a la noche siguiente, en el bar Punto G, después de la deliciosa conversación sobre música y literatura, que pude escuchar una de sus canciones. Se trata de “La pantera mambo”, una excelente adaptación del clásico tema compuesto por Henry Mancini que identifica a la Pantera Rosa. Esa noche, a golpe de 12, tomaríamos camino hacia Quiebra Canto, un altar de la salsa enclavado en una hermosa y vieja casa de dos pisos, de paredes tapizadas con lo mejor del cine y la música del siglo XX. Allí pude comprobar la calidad de la salsa que se escucha en Bogotá y la pasión con que se baila: un furor que me hizo sentir como en casa. Allí, entre el bullicio del bar, me hablaron nuevamente (otra organizadora, la otra Catalina) de Andrés Caicedo y de La 33. Esta vez como parte de una misma conversación. Y yo no entendía muy bien qué tenía que ver Caicedo con La 33 o, en todo caso, con la salsa. Unas cuantas horas después, y gracias a la clarividencia otorgada por la changua, comenzaría a entrever el sentido superficial de aquella relación. El sentido profundo apenas lo estoy conociendo en esta noche calurosa caraqueña, cuando comienzan a llegarme palabras e imágenes, como un vapor paciente y cumplido, de esa lectura que concluí hacia las 3 o 4 de la tarde, pozo de tiempo que se traga las ideas y los amores. Me refiero a la lectura de la novela de Caicedo, ¡Que viva la música!
Al hablar de esta novela me invade el pudor del extranjero. Como si al decir algo sobre ella temiera que la Rubia protagonista y el Bárbaro (el más atroz de sus amantes) brotaran de sus páginas, y “me bajaran” cuál gringo distraído, con golpes y amenazas. Tal es el efecto que esta novela, alucinada y alucinante, ha producido en mí. Yo, que en materia de tóxicos jamás he pasado de la vitamina “C”, soñé, días atrás, producto de esta lectura, que inhalaba dos largas líneas de cocaína. Recuerdo haber despertado del sueño un poco golpeado, sintiéndome como la protagonista que amanece en la primera página del libro, rogando que se alejara la mañana con todas sus culpas y todo su cansancio. Lamenté no tener a la mano una changua, plato poderoso, blanco, que a punta de proteínas espanta los estragos la noche. La changua y sus favores recibidos se los debemos (Slavko Zupcic y yo, en representación de Venezuela, única selección que se mantuvo hasta el final) a Guido Tamayo y a Diana Carolina Rey, entrañables baqueanos de la ciudad de Bogotá que nos condujeron a otro templo de la madrugada: El cañón del Chicamocha.
Pero lo que quería decir es que fue allí, en ese despertar como de novela de Caicedo, que pude comprender el extraño ritmo que, para mí, tuvo el encuentro de Bogotá 39. Esa sensación de que la vida es sueño y que los días empezaban verdaderamente en la noche. Creo que esa inversión fue la que me permitió trasegar por las absurdas mañanas y tardes del hotel Suites Jones donde yo aparecía, como en un sueño, sentado a la misma mesa de Volpi, el autor de En busca de Klingsor, novela que leí con fascinación en el tercer o cuarto semestre de Letras, poco después de haber leído Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño. Novelas, insisto, que fueron decisivas como solo lo pueden ser los libros a los 18 o 19 años. ¿Cómo explicar entonces aquello? ¿Cómo lidiar con eso? Muy fácil. Esperar a que las horas deshilacharan el mundo de la escritura y sus insólitos encuentros y, como el personaje de la novela Caicedo, encaminarme hacia la noche, hacia la explicación plena del ritmo, hacia la armonía de las razones que prolifera cada vez que escucho y bailo salsa.
“Venimos de la noche y hacia la noche vamos”, dice un famoso verso del poeta Vicente Gerbasi. Y así, como siguiendo esta seña, la rubia protagonista de Caicedo va hilando noches como perlas negras de un collar maldito.
Su ritmo es siempre intenso y desgarrador. A ratos genial, a ratos pesada e insoportable, esta novela es un canto desesperado que, así sea por mero ejercicio de voluntad y lucidez, de forcejeo con la sombra, debe ser leído y escuchado. Leyéndola tuve la extraña impresión de que Caicedo había realizado en tiempo real lo que los emblemáticos personajes de Bolaño habían intentado en el campo de la ficción de manera infructuosa: escribir esa “literatura para desesperados” que uno de los tantos interlocutores de ese narrador anónimo que preside, silente, la segunda parte de Los detectives salvajes, atribuye a Ulises Lima y a Arturo Belano.
La novela también me recordó (la lectura trabaja, al igual que la nostalgia, por asociaciones) a Piedra de mar (1968) de Francisco Massiani, novela de culto para los lectores de literatura venezolana, escrita, al igual que sucede con Caicedo, con el desparpajo y la vitalidad de quien aún no ha cumplido los 25 años. Una escritura joven que transmite a sus jóvenes personajes la desesperación por vivir. Una desesperación que sólo amaina con la calma que proporciona el alcohol, las drogas, la música y el arte.
Hablando de Massiani. Hoy, después de terminar de leer ¡Que viva la música! fui a visitarlo. Me llevé en el bolso la novela del colombiano. No sé por qué lo hice si ya, como dije, la había terminado. Al llegar, Massiani me preguntó qué tal me había ido en Bogotá. Y como es su costumbre, en lugar de escucharme, se respondió a sí mismo contando sus recuerdos personales de la ciudad. Massiani además de escritor es dibujante. La única vez que visitó Bogotá fue a finales de los setenta cuando presentó su trabajo artístico en una galería cuyo nombre ya no recuerda. Me habló de una noche de pasión con una periodista. Me habló de lo fría y hermosa que era (y es, agregaba yo) la ciudad de Bogotá. Del estilo inglés que había (y todavía hay, volvía yo a agregar) en muchas de sus casitas de ladrillos.Después Massiani contó, para estupor mío, un detalle que enmarcó su llegada. El poeta Harold Alvarado Tenorio (quien me llevó, en el 2005, durante una visita a Caracas, a conocer personalmente a Massiani) fue a buscarlo al hotel. Estaba contento de verlo pero, a pesar de todo, lucía contrariado. Justo el día anterior, le comentó, se había suicidado un joven y talentoso escritor caleño.
-Era Andrés Caicedo –dijo Massiani.
Yo no pude agregar nada.
3 de septiembre de 2007
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