domingo, 6 de noviembre de 2011

LOS FANTASMAS DE LA TEJA CORRIDA



Fernando España

Extráño verracamente
a La Teja Corrida,
aunque hoy sea uribista.

JolGuTir

Sepan aquellos qué no estén al corriente, qué en la Bogotá de los sesenta existía un tranquilo vecindario reposando sobre sus Cerros Orientales, qué gracias a la edificación de un complejo arquitectónico comenzó a poblarse de cafés, librerías, galerías, restaurantes, bares, "salsotecas" e integrados como La Teja Corrida, centro cultural bailable y salsero.

La Teja fue gestado cuando el sector empezó a gentrificarse, o mejor a aburguesarse, en particular la Carrera Quinta, vía que une al Parque Nacional con el Centro, a la sombra de las Residencias del Parque, ese proyecto habitacional promovido para los estratos medios por el desaparecido Banco Central Hipotecario pero que terminaría cooptado por otros nichos sociales, dada la belleza de sus tres moles de ladrillos escalonados desde las estribaciones de la Plaza de Toros La Santa María hasta el cielo azul empalmado al telón verde de las montañas andinas de la ciudad de Rogelio Salmona.

Por un momento, imaginémos a la Bogotá sin el rojizo naranja de las Torres ascendentes desde el Parque de la Independencia ….... que una vez construidas, durante la alcaldía de Virgilio Barco, transformarían el paisaje urbano de la urbe criolla en crecimiento y en áreas aledañas como La Macarena, colina donde abrirían sucursales el afamado Goce Pagano de la 24 y el no menos Quiebra Canto de la 17, hasta el día aquel del noviembre de 1994 cuando la Corte Constitucional sentenció la tutela en favor de los posicionados residentes del sector hastíados de los amaneceres de bullarangas callejeras por extranjeros a la localidad.

El desarrollo económico del sector conllevaría la dialéctica de su tragedia, la cosa se tornó incontrolable perdiendo temporalmente ese halo que la burguesía bohemia, los artistas esnobistas, la farándula nacional, la intelectualidad noctámbula y la izquierda de caviar le había proporcionado, tal como había acontecido en barrios como el Marais en París, el Soho en Nueva York, el Malasaña en Madrid, el Palermo en Buenos Aires o la Colonia Condesa en Ciudad de México. La Macarena se puso de moda, estaba in vivir en las faldas contiguas al Cerro de Monserrate, en especial en las Torres, conllevando a la valoración del suelo, al encarecimiento de las edificaciones, al aumento en las tarifas de los alquileres y la aparición de los primeros restaurantes en la Carrera Tercera potencializando la zona gastronómica asistida ahora sin vacilaciones metafísicas y preocupaciones económicas por la burguesía criolla.

En verdad, La Teja como espacio cultural había sido antecedido por la Casa Colombia, seguido por el Café de los Poetas y El Palomar, así como de galerías como la Garcés Velásquez, abierta en 1977 en la iglesia abandonada a su suerte por la curia parroquial. Gracias a Dios, La Macarena se transformaba a la sombra de las torres de Salmona en el barrio de los actores, pintores, escritores, catedráticos, intelectuales, periodistas, publicistas, famosos y zurdos, a la par de La Candelaria, aunque menos “mamerto” y en nada combatiente como el sureño Policarpa Salavarrieta, pero qué en absoluto -a diferencia del Greenwich Village en Nueva York- exigía certificación como artista profesional a quienes aspiraban residenciarse en él. Aquí bastaba colgar al hombro una mochila arhuaca, tallarse unos Levi´s desteñidos en el caso de los hombres o lucir una falda hindú en el femenino. Ah, y calzar zapatos de gamuza, importados Hush Puppies o adquiridos en el Mercado de las Pulgas.

Era el distrito de los corridos, de los corridos de la teja, de quienes se les había soltado un tornillo, de los locos, de los desadaptados, de los irreverentes, de los librepensadores, de los alternativos, de los guerrilleros del Chico, de los inconformes, de los contestatarios, de los rebeldes sin causa, de los rebeldes con causa, pero chic.

Aquí, como en la cafeterías del Centro que vendían tinto, también se cambiaba el país pero mojando la palabra con un café expreso servido al discreto encanto que habitaba en las librerías que avizoraron el quehacer de la actual Luvina, mientras se escuchaba la música clásica de la emisora HJCK, El Mundo en Bogotá, o un hilo de canciones que emanaban de un casete parsimonioso en el que rodaban guturales las voces de Edith Piaf, Charles Aznavour, Jacques Brel o Yves Montand. ¡París estaba cerca!

Junto a Las Torres, La Teja se convirtió en el sitio tradicional del barrio y de la Bogotá zurda, motivando la creación de discotecas de todos los pelambres qué finalizando los ochenta alterarían la aburguesada cotidianidad de la encopetada Macarena, tan distinta en su personalidad festiva al jolgorio de la naciente Zona Rosa de la 82 o de la Pepe Sierra, La Calera, Galerías y el Restrepo, los otros sectores de fiesta en la metrópoli.

En La Teja, qué en su constitución legal aparecía registrada como vinería, taberna y restaurante, siendo por extensión galería de arte y salsoteca de música en vivo, debutaron en su estrecha tarima el Grupo Niche y Guayacán Orquesta, alternando al Son del Pueblo. Según César Mora, actor del Teatro Libre y músico por entonces del Son, fue aquí donde empezó el movimiento salsero de la capital: “Allí tú te encontrabas con todo el mundo, con todo tipo de expresión de la ciudad: la vida política, la vida artística, la vida social, los ministros de Estado iban a tomarse allí sus tragos. Asistía gente del M-19 y hasta conservadores. Sucedía algo bien interesante, era el lugar donde todos se abrazaban sin importar su condición social. Se compartía el ron al son de una misma música: la salsa. Asistía Miguel Granados Arjona, “El Viejo Mike”, quien programaba ocasionalmente música en el sitio. Arribaban artistas internacionales informados que era el sitio donde estaba la rumba como aquel sábado que el Son del Pueblo había terminado su presentación a eso de las cuatro de la mañana, cuando de repente un tipo grande vestido como vaquero, con un chaleco marrón sobre la piel, un pantalón azul, unos tenis blancos y un sombrero de copa, empujó las cortinillas de madera que daban entrada al bar y, sin cantar, gritó:

-          La juma de ayer ya se me pasó, esta es otra juma que hoy traigo yo…

Era Henry Fiol en persona, quien después de su presentación en el Coliseo había llegado allí para seguir gozando. Entonces Jorge Ramos, uno de los socios, cerró las puertas del bar para permanecer allí todo el sábado, la noche del mismo día y el domingo entero. Salimos, quienes estábamos -los músicos del Son del Pueblo más Jairo Varela, Alexis Lozano y algunas de las integrantes de la Orquesta Yemayá- el lunes en la mañana”.

Al surgir a mediados de los ochenta la Zona Rosa en el Antiguo Country, así como al presentarse el descenso en la popularidad de la salsa neoyorquina, el ascenso del merengue dominicano y la consolidación de géneros electrónicos, y la irrupción de la balada salsa, negados en las programaciones de los establecimientos de la Quinta, la gente del norte comenzó a abandonar la rumba en las inmediaciones de las Torres coincidiendo con el arribo de una “chusma” salsera conflictiva que ya generaba problemas en los amaneceres, motivando a los vecinos a iniciar una campaña con carteles en las ventanas, manifestaciones callejeras y acciones de tutela ante jueces y tribunales para erradicar las discotecas, incluido el emblemático local de la rumba cultural administrado para entonces por Mirna, fémina de exuberante tumbao al bailar y curvilíneadas nalgas monarcas de la noche.

Fue entonces, cuando la Corte Constitucional, ente creado por la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, sentenció a favor del derecho a la tranquilidad e intimidad en la zona residencial, dando fin a una querella de tres años de duración, resultando paradójico que el espíritu de la Constitución Nacional, debatido también en espacios como La Teja, El Goce y El Quiebra, por un grupo de constituyentes, así como de sus asesores, fuera parte del cortejo fúnebre. Precisamente en esos escenarios donde se soñó en público el utópico Estado Social de Derecho inalcanzado por los colombianos del presente y que tiene en la tutela el principio de salvaguarda de sus derechos fundamentales adquiridos. En últimas, fueron víctimas de su propio invento, de la dialéctica de la realidad concreta, aunque en verdad La Teja estaba quebrada en razón de un manejo económico congraciado en contraer deudas “por andar fiando y creyendo en las cuentas de alcohólicos”.

Clausurada, nunca más volvió a verse ingresar por la estrecha puerta de la casa republicana a aquellas muchachas que Santiago Gamboa describió vestidas con faldas hindúes, adornadas con collares precolombinos, cubiertas con suéteres de lana y perdedoras durante una noche loca de su parecido con María, la virgen, después de bailar El Ratón con algún amigo experto en Kafka, Gurdjieff o en el cine de Bergman, cómo tampoco retornaron Raúl Gómez Jattín con su desbordada palabra, ni Jotamario, el poeta y publicista nadaísta, quién se quedo sin entrevistar a Jaime Bateman, el hombre más buscado por los organismo de inteligencia estatales, a quién de tanto verlo bailando frente al Son del Pueblo, creyó que en cualquier momento lo abordaría confiado en la inmortalidad de los guerreros. Ni a RH Moreno Durán, David Sánchez Juliao, María Mercedes Carranza y Jaime Garzón, todos fallecidos pero asistentes de aquel "musicantro transgresor", guarida lúdica de jóvenes burgueses como Guillermo Sáenz, hijo del elitista barrio Santa Bárbara, estudiante de antropología de la Universidad Nacional, pasajero en la Nacho del “Jardín de Freud” y sobresaliente bailarín de salsa, quién sin agotar su tesis se fugó a las montañas de Colombia a escudarse tras el alias de Alfonso Cano.

Algo en común tienen los fantasmas de La Teja con las almas del Roxy, qué no descansan en paz.



ADENDA 1:

Las palabras de César Mora son extracto de la tesis de grado 14 Sones, una Historia Oral de la Salsa en Bogotá, de Marcela Garzón Joya.

ADENDA 2:

El presente texto es capitulo del libro sobre La Salsa en Bogotá de Fernando España, próximo a publicarse.






8 comentarios:

  1. me parece sensacional una epoca dificil de volver a ver. solo continua goce y quiebra,

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  2. En la teja corrida empezamos con Guayacán en 1983.

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    1. Toqué con los 3 grupos que mencionan: con el son del pueblo en 1975/6, en el teatro libre de Bogota, cantaba Cesar Mora y tocábamos donde habían paros. En 1983 con Guayacán en la teja corrida,Ensayábamos todos los días y tocábamos jueves,viernes y sábado. Y con Niche en 1984, grabamos Cali pachanguero ése año.

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  3. Épocas de Universidad y salsa hasta el amanecer desde el jueves hasta el domingo. Que lindos recuerdos, me da nostalgia quisiera regresar con l tiempo.

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  4. Donde se cambiaron botellas de ron por bocetos de arte, se susurraron amores y estrategias su patio de republica permanecera siempre los muros de abobe y zocalos torcidos por los cambios de nivel siempre en la memoria, los fantasmas con olor a tabaco y son. IT

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  5. La rumba Bogotána de los 80

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