LEONARDO TORRES
Por esos años eran contados los grandes conciertos en Bogotá, ciudad condenada a no figurar en las agendas de las orquestas más famosas del planeta, así fueran de música tropical. Y si venían, era para amenizar fiestas privadas contratadas por los clubes donde las quinceañeras de la alta sociedad aprendían a descaderarse.
A comienzos de los setenta, la salsa llegó al país para quedarse, para ser preciso a Cali, en cuya feria se habían desempeñado las mejores agrupaciones de la época, como Richie Ray, rey del boogaloo con anterioridad a su conversión al misticismo, y la imperecedera Sonora Matancera. Sin embargo, a finales de la década la salsa subió al altiplano, pero en discos acetatos.
Para escucharla era necesario ir al Goce Pagano, la primera discoteca consagrada a la salsa, mucho antes de denominarlas salsotecas. El Goce era un establecimiento minúsculo en medio de un barrio de mala fama en el Centro. Allí se reunían apretujados y sudorosos los amantes de aquel brote neoyorkino del son cubano, a escucharlo y bailarlo hasta la una de la mañana, pues ya existía la modita esa de acabar con la rumba pasada la medianoche. Su energía irradiaba en los círculos universitarios más progresistas y bohemios, deseosos de acabar tanto con el “chucuchucu”, esa degeneración comercial de la cumbia y el porro, difundida por la radio en todo el país, como con el vallenato que comenzaba a adquirir cierto reconocimiento. Allí acudían todos los enemigos de la música disco que reinaba en los clubes nocturnos de los barrios del norte. A pesar de ser nacida en los Estados Unidos, la salsa de aquellos años había adquirido un matiz anti-imperialista que le iba muy bien a las ideas de una franja de la juventud capitalina.
Pero fuera de El Goce Pagano resultaba difícil escucharla, solamente en forma discontinua en ciertos lugares. En consecuencia, la venida de alguna orquesta de renombre a un lugar público reunía los ingredientes reservados a la utopía. Hasta el día que se anunció el concierto de la Fania All Stars.
La Fania All Stars que en sus años de gloria reunió a los mejores músicos del sello discográfico neoyorquino, daba un concierto en el estadio Nemesio Camacho “El Campín”: Rubén Blades, Johnny Pacheco, Héctor Lavoe, Willie Colón, Papo Lucca, Yomo Toro, la crema de la crema tocando en Bogotá, a dos mil seiscientos cuarenta metros de altura sobre el nivel del mar. ¡Qué más pedir! No sé cuántos favores y diligencias aburridas le hice a mi mamá para que me diera el dinero del boleto que una amiga rica me había prestado: ¡La Fania! ¡En Bogotá!
La ausencia de plazas numeradas nos incitó a tomar ciertas medidas de precaución. Desde las tres de la tarde empezamos a afluir en las inmediaciones del estadio con la idea de garantizar un buen lugar en las graderías. La entonces llamada “social-bacanería” inundó los prados y parqueaderos aledaños, no sin antes haber pasado por licoreras y tiendas para surtirse en aguardiente. El concierto empezaba a las siete de la noche, la charla a secas en un día como aquél no podía ser suficiente. Otras sustancias acordes con la juventud de los espectadores circulaban con mayor o menor discreción. La fiesta empezaba bajo los mejores auspicios.
Pero no contábamos con otros aspectos de la idiosincrasia nacional. A las siete de la noche, hora oficial del concierto, no se habían abierto aún las puertas. Interrogantes e hipótesis, numerosos por demás, pasaban de ida y vuelta por la cola, calentando los ánimos. Ante la presión creciente, las rechiflas y el apelotonamiento de espectadores contra las rejas de entrada, las puertas terminaron abriéndose como la sopapa de una olla pitadora, calmando de inmediato el ambiente.
Acostumbrados a los retrasos, el buen humor retomó su lugar. Ahora todo era cuestión de pasar por una requisa que sería apresurada y poco rigurosa consecuencia de la avalancha de gente, luego a subir las escaleras y, a codazos, encontrar el sitio más cercano al escenario en función del precio de nuestra entrada.
Pero una nueva sorpresa nos esperaba en el interior. El estrado estaba prácticamente vacío. Algunos micrófonos y cables, uno que otro altoparlante y cuatro o cinco técnicos que iban y venían por el escenario atareados, operando lo que debieron haber hecho mientras esperábamos afuera. Debían de ser las ocho de la noche, el concierto no tenía como empezar.
Al cabo de un rato largo pusieron música para distraer la espera y engañar el desespero creciente, mientras numerosos borrachitos empezaban a “dar lora” luego de cinco horas de "hacer puchitos" de aguardiente en la boca. Entonces nos pusimos a bailar, aunque sin muchas ganas, hasta que el sonido se cortó.
El “ooohh” desconsolado dio la vuelta a El Campín como la ola, seguido de rechiflas, gritos e insultos. Ninguna explicación, ninguna excusa por parte de los organizadores. Pese a la agitación de los técnicos, el equipo de sonido daba muestras de ser en nada fiable, pues las canciones empezaban y se interrumpían al cabo de pocos segundos. Hoy me digo que nuestra paciencia de pueblo sometido es, de veras, inconmensurable.
A esas alturas se nos habían terminado las ganas de conversar, salvo para intercambiar las diferentes versiones que corrían acerca del retraso del concierto: qué el avión había llegado retrasado, que el equipo de sonido no había llegado de Nueva York, que era un equipo alquilado a las carreras en Colombia, que los músicos habían perdido un vuelo estando todavía en Puerto Rico, en fin, las ideas más descabelladas circulaban para tratar de explicar semejante fiasco.
En cuanto a las ganas de bailar o de cantar, la intermitencia de la música parecía haberse aliado con el frío sabanero para acabar con ellas. Pero, pese a todo, seguíamos allí, con la esperanza y la credulidad firmes. La Fania no tardaría en borrar con un par de acordes y el martilleo de la clave, tanto frío, tanto cansancio, tanta hambre. Despertaría a los borrachitos que dormían “la perra” en la incomodidad de las gradas heladas y retrotrayendo la incipiente resaca al estado de una sana borrachera.
No sé si el estadio de fútbol bogotano había acogido con anterioridad otros conciertos, pero era un lugar inapropiado para disfrutar la música, cuando la tecnología en absoluto era como la actual, no existían pantallas gigantes para sentirse cerca de los artistas. El escenario, situado en la portería norte, parecía lejanísimo a todos, en particular a quienes se hallaban en la tribuna sur, desde donde empezaron a saltar las vallas de separación algunos espontáneos con la intención de acercarse a la tarima. Apenas saltaba uno, la policía corría con gorra y bolillo en mano tras él. Saltaba uno por aquí, otro por allá, los policías no daban abasto, mientras el coro de “ole” recompensaba la agilidad y la rapidez de los temerarios mientras abucheaba con una bronca unánime a los abominables agentes del orden, exhaustos y desamparados como toros en corraleja. Aquellas corridas se convirtieron en la primera parte del espectáculo, que calentaba a un público, que por momentos olvidaba que estaba allí para escuchar a La Fania.
En medio de semejante circo empezó, por fin, el concierto, sin siquiera darnos cuenta. De no haber sido por la voz maravillosa de Héctor Lavoe que alcanzó a salir, no sé cómo, hubiéramos seguido en ello. No recuerdo con cual canción empezó, a lo mejor con Mi Gente, pero en pocos instantes la magia de La Fania, pese al sonido y a los altoparlantes un poco mejores que los instalados en el minúsculo local del Goce Pagano, hechizó al estadio y de nuevo empezamos a cantar y bailar en las tribunas, perdonando tanto atropello.
No sé si fue la primera o la segunda canción, pero Papo Lucca había atacado un solo de piano cuando los bafles volvieron a hacer de las suyas. El colapso del sonido silenció al estadio durante un instante como si hubiésemos querido seguir escuchando la música sin los artificios de la tecnología. Pero los ánimos, ya bastante caldeados, se expresaron nuevamente a punta de rechiflas, gritos e insultos contra los agentes del orden, los organizadores, los artistas, el gobierno, el imperialismo americano, ahogando las notas del piano, reclamando la devolución del dinero con palabras donde sobresalían ladrones, rateros e hijueputas y como la requisa no había sido eficiente, empezaron a volar botellas vacías de aguardiente dirigidas contra los agentes de policía que en ningún momento habían dejado de correr tras los invasores del terreno en número cada vez superior.
Hubo, sin dudarlo, amagues de concierto pero todos se saldaron con el mismo corte brutal y atronador y, a decir verdad, a nadie le interesaba ya. Transcurrían de las diez a las once de la noche, cuando tres cuartas partes de los espectadores estaban ebrios. La hartura, el desencanto y la rabia se habían instalado donde la esperanza de ver a la Fania reinaba siete horas antes. Para que aquel acabose fuese completo, y colombiano con cabalidad, a las autoridades se les ocurrió nada mejor que hacer venir varios destacamentos antimotines quienes, cual gladiadores entrando en la arena, invadieron la cancha pertrechándose tras sus escudos y tomando posición frente al público como si de esa manera se calmara. La guerra campal empezó enseguida. A falta de municiones, las botellas se habían agotado, se echaron abajo las cabinas de los periodistas, de donde brotaban pedazos de tejas y fragmentos de muebles que aterrizaban, con buen o mal tino, en la gramilla, acompañados de los correspondientes aplausos. Las fuerzas del orden, o del desorden en esta historia, respondieron primero con gases lacrimógenos antes de penetrar en las gradas.
Momento que aprovechamos, yo para agarrar, por fin, la mano a mi amiga, y a correr se dijo, salir del estadio a como diera lugar, en medio de la turbamulta que se precipitaba, unánime y llorosa, por las escaleras, en busca de los portones de salida. Afuera nos encontramos con más tropa bajando de los camiones, cosa que nos convenció de irnos con el desencanto a otro lugar (1), cuando las pedreas se extendían por el sector de Sears.
Los estragos que dejó la rabiosa huida podían verse veinte cuadras a la redonda. Rotos semáforos, vitrinas, paraderos y vallas publicitarias. Algún autobús fue apedreado. “Desmanes” como los calificó la prensa, es decir El Tiempo, al día siguiente, sin demorarse una línea en averiguar sus causas sin denunciar la irresponsabilidad, ni el amateurismo de los organizadores, de quienes en verdad debido encargarse las fuerzas del orden, incluso hasta meterlos en la cárcel, si las cosas fueran como debieron ser.
Este es sin duda un detalle nimio en la historia de la ciudad, y más aún en la del país. Una simple anécdota, sin embargo, el concierto de la Fania All Stars fue como una muestra fractal de nuestra historia: el encanto de promesas fantásticas que ilusionan al pueblo seguidas del más vil engaño aunado con la irresponsabilidad y la incompetencia. Para terminar, como casi siempre: la represión brutal a manos de las fuerzas del estado.
(1) No me sorprendería que haya por ahí algún guerrillero que se haya marchado al monte por aquel desengaño.
OBSERVACION: El debut de Fania All Stars sucedió el viernes 8 de agosto de 1980.
OBSERVACION: El debut de Fania All Stars sucedió el viernes 8 de agosto de 1980.
Fuente:
Nombre original: ¿Como fue el primer concierto de la Fania en Bogotá?
Revista Digital Claroscuro
Fecha de Publicación: 31 de agosto de 2009
Corrección de Estilo: Nuestra Cosa Bogotana.
Corrección de Estilo: Nuestra Cosa Bogotana.